Había llegado el momento de tomar una decisión, para bien o para mal, el punto de inflexión había llegado. Por más intentos de esquivarlo, de postergarlo, hasta de olvidarlo, ya no podía aguantar más. Es como esa tarea pendiente que se posterga, una y otra vez, sistemáticamente, hasta convertir en rutina su retraso.
La taza de café siempre llena y el cigarrillo a medio fumar, consumiéndose en el cenicero de vidrio azul astillado, con restos de escorias hediondas, que ya formaban parte del aroma de lugar. Una oficina mínima, oscura, con una humareda espesa y fétida. Todo era gris, marrón, negro. La única ventana daba a la nada y estaba tapiada con cartones dejando ver un haz de luz, insignificante, imperceptible que traspasaba como una daga el aire siempre viciado. Un escritorio viejo, gastado, con sus patas comidas por las termitas que, incesantemente, con un ruido constante se devoraron una a una las patas dejando cojo al escritorio que ahora se apoya en una pila de libros viejos.
Llegó pasadas las 6 cuando aún era de noche y el frio le astillaba los huesos. El rechinar de la puerta se había vuelto tan agudo que el sonido viajaba en su mente unos minutos más, erizándole la piel. Cerró la puerta con llave y colgó el sobretodo en el perchero, emanando un olor a naftalina insoportable. Se sentó en su sillón añejo, de cuero verde ajado, era, estropeado y todo, el lugar donde más cómodo se sentía.
Prendió la única luz que alumbraba el ambiente, un velador viejo, de bronce sin lustre, corroído por el moho y el paso del tiempo. Sacó del cajón una pila de papeles en blanco, empuñó la pluma y comenzó a escribir.
Como una tromba brotaban las palabras, una tras otra, emanando fuego en el trazo insoportablemente prolijo “así no puedo más…” y las lágrimas construían surcos en sus mejillas. “Las cosas debían ser de otra manera… yo no me merecía esto” y mil imágenes se aparecían en sus retinas lastimándole los ojos cansados de tanto llorar. “Vos eras mi vida, mi dios…” y el frío filo de mil cuchillos se le clavaban en el corazón. Las frases se sucedían alocadamente entre el amor más puro y el odio más enraizado. “Yo te amaba más que a mi propia vida…” y seguía gritando por dentro “y ahora te odio con cada fibra de mi alma que era tuya”
Era sentir la liberación y la opresión eterna. Sabía lo que debía hacer pero se resistía a dejarla ir. Ella no era suya, él, inaguantablemente suyo. Sus caminos se habían separado súbitamente, sin anestesia, como llega la muerte inesperada en lo mejor de la vida. Ellos estaban en lo mejor del amor, así y todo, ella lo echó todo a perder. El desconsuelo era cruel, inhumano, así ya no podía vivir. La tortura del desamor es el peor de los calvarios. No hay palabra, ni caricia, ni llanto que consuele a un corazón herido. No hay nada capaz de ocupar el vacío del desafecto. Eso que era perfecto, inmortal, extraordinario, único, ahora no era más que un puñado de lindos recuerdos atados con alambre de púas, que dolían por dónde se quisieran agarrar.
Puso el punto final que no pensó que llegaría. Pero era necesario. Agarró un sobre color madera, dobló prolijamente la hoja y la guardó adentro. Se miró la mano y lloró, las lágrimas no le dejaban ver nada. Lloró un rato largo, indeterminado hasta que se durmió arriba del sobre aun abierto, como las heridas de su corazón. Despertó en un sueño donde nada era real, la felicidad le duró la milésima de segundo que tardó en darse cuenta donde estaba, haciendo qué. Observó el sobre, faltaba algo.
Se miró nuevamente la mano izquierda mientras con la derecha se sacaba, con dificultad, la alianza. El símbolo de lo que había sido una vida feliz, plena. El horrendo recuerdo de lo que nunca volvería a ser. Logró sacársela, con un pesar hondo, amargo. La puso en el sobre y lo cerró sin pensarlo dos veces. Había tolerado llevarla consigo aun sabiendo que ya no significaba nada para ella pero para él era el grillete que lo ataba a un pasado que no quería más. Era el último vestigio de su amor pisoteado y ninguneado por doquier. Devolverla era, para ambos, el final último. El fin de la película, el no retorno. El punto final.
Salió de la oficina sin el sobretodo. Lo olvidó como había olvidado tantas cosas. Se subió al auto, manejó unas cuadras. Se bajó en la puerta de su casa, la que habían compartido durante tantos años. Dudó. Y la duda le duró un suspiro, esto debía terminar, aquí y ahora. Caminó unos pasos y depositó el sobre en el buzón. Miró la casa por última vez. Se subió al auto y manejó en línea recta hacia la nada. Nunca más se supo de él.