El problema es que pensamos de más. Y algunas cosas no son para pensarlas. No digo vivir la vida a pura sensación, pero tampoco ponerle cerebro a todo. Porque no todo es pensable.
Hay cosas que son porque son, y que si le buscás la razón lógica se van al carajo. Se caen por su propio peso, porque buscarle palabras a las cosas que solo pueden explicarse desde lo etéreo es una cagada.
De verdad, no lo digo por decir, lo digo porque lo vivo todos los días. Porque si pensás, fríamente, en profundidad, seguro le encontrás la quinta pata al gato y el pelo en el puto huevo.
Porque no venímos de una expedición milenaria en la estratosfera. Venimos de acá, de allá. Venimos del barrio y del barro. De los corazones rotos, las relaciones fallidas, los amores eternos.
Porque ya alguna vez antes amamos, y seguro volveremos a hacerlo como si no existiese otro sentimiento.
Pero a veces el problema es ese: viajamos al pasado e imaginamos el futuro cuando lo único que existe es hoy.
Que somos como somos porque tuvimos un pasado, es una verdad inexorable, pero eso no puede ser nunca la razón máxima para justificar todas las acciones.
El pasado está ahí, atrás, muerto y sepultado. De qué sirve colgarnos de eso, de que sirve quedarnos enganchados de las lianas del ayer cuando ya no queda nada. A veces creo que es una forma de no hacerse cargo del presente. De repente resulta más fácil responsabilizar a quien ya no está, o no siente, o no vive, de un presente que nos es incomodo.
Hagámonos responsables y vivamos. No hay una fórmula perfecta, hay miles de maneras de vivirla. En principio equivocándonos.
Porque así se empieza.
Metiendo la gamba hasta el fondo.
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