Hay personas en la vida que están siempre, incondicionalmente, para todo, en cualquier situación, como soldaditos de plomo, siempre al pie del cañón, expectante, siempre listas, preparadas para salir a nuestro encuentro de necesitarlo. Muchas veces, por imponderables de la vida misma, la incongruencia de tiempo y espacio, nos despojan, cruelmente, del placer de su presencia en el día a día y el contacto permanente. Así y todo, son presencia en ausencia, siempre en esencia. No necesitamos lo tangible, porque la conexión está en un plano mucho más espiritual.
Hay personas fugaces, que llegan a nuestra vida y nos marcan, nos cambian, están en momentos claves y pensamos que son para toda la vida. Nos aferramos como garrapata, tememos perderlas, cual si no hubiese otra persona en el mundo que nos entienda mejor, la atesoramos como la presea más deseada. Nos creemos almas gemelas, idénticas. Hasta, a veces, en un acto de total injusticia, relegamos a otras personas por éstas. En muchos casos, esta cercanía está determinada por el encuentro venturoso en un lugar y momento determinados de la vida. Y muchas veces, lamentablemente, terminan yéndose, rápida y fugazmente como llegaron. Dejan un sabor agridulce, algo incompleto, una dualidad difícil de definir. Como el querer y el deber que se baten a duelo en nuestra conciencia permanentemente. Sentimos añoranza, las extrañamos. Es nostalgia de lo que fue y no, y lo podría haber sido, pero tenemos la amarga certeza de que si no fue es porque así debía ser.
También hay personas que empiezan a lo lejos, de reojo, que se acercan lentamente, pero a paso firme, que nos dan espontáneamente, naturalmente, como si no hubiese otra forma más que siendo. Son incondicionales incluso antes de ser. Nos entendemos en la mirada pero sin saber por qué. Nos parecemos, hay un hilo conductor en nuestra vida que podría haber sido forjado por el mismo dios. Hay, con ellas, cierta complicidad, sentimos ese Déjà vu permanente, como si todo lo vivido hubiese pasado ya, en un pasado remoto. Estos sujetos, queribles en todas sus dimensiones serán, a largo plazo, de esos que siempre van a estar.
Están los seres del día a día. Los de la cotidianeidad y la costumbre. Las personas que conocen nuestra faceta más humana, las que nos conocen las caras, los gestos y las reacciones. Esas que nos miran y nos entienden, lejos o cerca, pero nos conocen. Entienden nuestros silencios y nuestros gritos. Podrían decir, al unísono, lo que contestaríamos en determinadas situaciones. Con ellas hablamos de todo y de nada, debatimos, nos reímos y lloramos. Compartimos más que con nuestra propia familia a veces. Son nuestra familia sustituta. Y los queremos sinceramente porque nos aguantan, que no es poco.
En la vida hay de todo. Hay ‘para siempre’ y ‘para nunca’. Hay amor, cariño, devoción. Hay momentos de plenitud. Hay odios, distancias, alejamiento, enojos sin sentido y con sentido. Hay convicciones y fundamentos. Hay mil excusas y un millón de razones. Hay un camino que comenzamos a recorrer desde que no somos más que una división celular. En él encontramos mil bifurcaciones, pozos, desvíos, carteles en mil direcciones. Pero también encontramos a éstos seres determinantes que nos ayudan a seguir adelante hasta cuando avanzar es retroceder mil pasos. De ellas nos nutrimos para aprender, el destino nos las pone en el camino para seguir, para que sean nuestros lazarillos cuando reine la oscuridad, o sean invisibles cuando haya que ir solos. Son amigos invisibles en el camino de la vida y el bastón cuando no podemos caminar. Siempre están, presentes o no.
En mi vida hay de todo, un poco de cada una y todo de ninguna. Las personas de mi vida son eso, mi vida
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