La guerra errante

Se enoja y las nubes negras encapotan el cielo gélido, extremadamente denso, que atemoriza hasta el más valiente del batallón. No hay aire que respirar, ni resquicio donde descansar el cuerpo cuando la humareda viscosa y grasienta se acerca a cerrarnos el pecho. Un hedor fétido nos encierra en laberintos de inconsciencias y algunos caemos de rodillas sobre el suelo de piedras resbaladizas. Derrapamos en nuestro propio sudor y nos llagamos las manos intentando mantenernos aferrados a las ramas que crecen entre el pedregal. Reptamos y logramos reincorporarnos, ya maltrechos, con el abatimiento de la guerra que nunca comienza en la piel. Estamos todos en el frente de batalla, ahí en fila, parados frente al precipicio y su inmensidad, bien ordenados, codo a codo, hombro a hombro esperando que, finalmente, más temprano que tarde, derrame todo el rencor que acumulan sus venas endurecidas. Nos mira con su monóculo gigante y se sonríe, somos para ella latas de tiro al blanco que, sin percatarse de su mala puntería, terminará aniquilando una a una.

Es mala por donde se la mire. No tiene piedad siquiera por el más débil e indefenso. Ama el dolor ajeno, porque el propio la envolvió tanto que se siente creadora de la angustia y siembra, anárquicamente, semillas de odio y desconsuelo. Si ella no puede ser feliz, nadie más en su tierra sonreirá porque así lo decidió. Maneja nuestros destinos porque estamos a su merced. Y acá estamos nosotros, somos sus soldaditos de plomo, inertes como las lanzas en La Rendición de Breda, ignotos, expectantes y desahuciados. Nuestro final anunciado es el pandemónium en la casa de las brujas, saltarinas y movedizas a su alrededor, calentándole los pies, preparando brebajes pestilentes que serán nuestro oasis en el desierto de la contienda.

Se enoja y las amenazas se hacen carne en nuestra carne. El griterío es ensordecedor y corremos de acá para allá, en el desgobierno de nuestra propia humanidad. Los cuerpos deshabitados de toda esencia van cayendo como el desmonte más profundo del impenetrable. Uno tras otro vamos pereciendo y el fuego comienzo a cubrir la llanura. No existe imagen más dantesca que ésta, la de nuestro pueblo aniquilado, cercenado y mutilado sin ningún reparo. Dejamos de existir tal y como éramos. No dejamos ni siquiera una huella que seguir. No dejamos descendencia, ni herencia para reclamar. No dejamos nada porque ella lo ha destruido egoístamente, propagando su dolor para inmortalizarlo en nosotros mismos.

Pero hubo una vez un amor que la hizo flaquear y fue una esperanza para el pueblo entero. Pero ese amor se fue, como todos los que habitaron su corazón. Fue ahí que con una daga filosa y sin anestesia se lo extirpó de un tirón y lo guardó bajo mil llaves. Allí donde nadie pudo alcanzarlo, allí donde ese corazón tuvo el inexorable final de la muerte misma, al igual que sus recuerdos.