Avioncito verde

La lluvia caía incansablemente sobre la ciudad, y el pulso rítmico de las gotas sobre la ventana no dejaban de retumbarle en los oídos. Ella, con su camisa ancha y sin zapatos, decidió salir de la cama, con la convicción que recobrar el sueño era una misión imposible. Caminó hacia la cocina, con los ojos entrecerrados y el pelo descontrolado, Mientras se estiraba los huesos bostezaba e intentaba ver algo entre la oscuridad que reina en los días sin sol.

La cocina siempre lúgubre daba a la nada misma, una pared alta y un edificio traicionero que nunca regalaba ni un rayo de sol. Se preparó el café, y mientras esperaba el agua calentarse, recordó el avioncito verde. Había sido un regalo, o una “apropiación” de una época pasada, feliz o no, pero nunca olvidada.

El avioncito representaba el deseo de volar, de estar, las ganas de abrazarse como las alas abrazan las nubes, en lo alto, como el amor más perfecto. Ese avión era una reliquia, un recuerdo, una verdad. Lo único tangible inmerso en una realidad etérea. Se preguntó por el avioncito y bebió el primer sorbo. Su mente absorta buscaba en el pasado algún indicio, una mínima reminiscencia que le dijera por dónde empezar a buscar. Tenía que estar en algún lado. ¿O solo existiría en su mente?

Siguió disfrutando de su desayuno mientras caminaba por la casa, dando mordiscos desiguales a una galleta y siempre descalza, siempre perdida en lo ocurrido, esforzando su mente por recorrer ese laberinto desértico que eran los años vividos.

Al cabo de un rato y con el alma desinflada sintió pena por desconocer el paradero de su avioncito verde, aquel que encerraba en su existencia una vida feliz. Se dejó caer en su sillón mullido y sus ojos se fijaron en la pared, donde reinaba el blanco más impoluto, más perfecto. Allí, donde no había nada más que la nada misma recordó, entre sueños, que existía una caja, dentro de otra y que allí, entre papeles viejos y nimiedades dormía, sin otro destino más que el de nunca despertar, su pequeño y amado avioncito verde.

Corrió a recuperar el cofre que cobijaba a su presea más valiosa. Buscó y buscó, revolvió y volvió a remover cuanta caja había arrumbada en el cuarto de los trastos viejos. Absorta miró el desorden y la desdicha la invadió. Desesperanzada y con el alma en pena se dejó caer sobre las cajas y las cacharrerías desperdigadas por doquier. Lloró y entendió que ese amor que había sido verdadero, profundo y doloroso solo existía en su mente y en su corazón, y en el recuerdo de aquel avioncito verde.

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