Mis gatos se llaman Braulio y Simón. Llegaron a mi vida hace más de 10 años y los amo desde el mismísimo momento que los sacamos de la veterinaria de Palermo en una caja no más grande que una de zapatos. Eran bebés, muy bebés, días apenas. Simón es un siamés -si lo miramos con cariño- y Braulio un europeo, común y silvestre.
Llegaron asustados, salieron de la caja como pidiendo permiso, recorrieron, siempre con vergüenza, cada rincón del departamento de Caballito. Necesitaron unos minutos para hacerse amos y señores de todo. La cama, el sillón, la mesa, nuestros corazones. Siempre juguetones, compañeros entre ellos, en cada momento. Hasta en el momento más terrible en la vida de Simón, cuando en un rapto de Superman quiso volar y se tiró por la ventana cayendo tres pisos abajo, quebrándose la cabeza del fémur en dos pedazos. Lo operamos, le pusimos clavos en la rodilla, lo rehabilitamos. Y Braulio siempre, siempre estuvo a su lado, como un hermano que es.
Las mascotas, que para mí más que mascotas son mis “hijos”, nos llenan el alma, la casa, le dan vida al hogar. Su mera presencia cambia el aire. Llegar de trabajar, cansados, con ganas de nada más que dormir mil horas -cosa prácticamente imposible- y que nos estén esperando ahí, siempre con las mismas ganas de jugar, de hacernos compañía, de mirarnos y entendernos. Les hablamos y les contamos de nuestros días cual si entendiesen de qué hablamos, así y todo, siempre se quedan, nunca tienen otra cosa más importante que hacer, siempre están dispuestos y disponibles. Son los mejores amigos, la mejor compañía.
Mis “hijos” gatos son muy mal aprendidos. Lo voy a reconocer. Nunca conocieron un límite. Yo no quería que durmieran en mi cama, ni que rompieran el sillón afilándose las uñas, ni que se pongan a jugar a las 3 de la mañana corriendo por toda la casa, ni que se metieran adentro del placard a dormir, dejando tras ellos un tendal de pelos imposibles de sacar. No quería, pero tampoco hice mucho para evitarlo. Se mandan alguna de las suyas y los reto, y a los 5 minutos les pido perdón por gritarles, los abrazo y los beso y dejo que me pasen por encima. Será que en el intercambio de amor me dan tanto…
Bru & Chimi, como les decimos en la intimidad, son mi familia. Los amo porque son compañeros, incondicionales, porque cuando me siento mal están al lado mío, esperando que me ponga bien. Los amo porque prenden sus motores a pleno cuando los acaricio, los amo porque me aman. Los amo porque dejan que les hagamos cualquier cosa. Los amo porque siempre nos sacan una sonrisa con sus ocurrencias. Los amo porque me hacen bajar, relajar. Los amo porque me hicieron mamá! Ojalá nos sigan acompañando muchos años más. Agradezco a la vida que hayan llegado a nuestro lado con la firme convicción de que en ningún lado iban a estar mejor que en nuestra casa.
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